A la xarxa es troba aquesta mena d'informació:
«El maig de 1914, en Rubén Darío es va instal·lar a Barcelona. Va lliurar a l'editor la seva darrera obra poètica important, 'Canto a la Argentina y otros poemas'. La salut d'en Darío era ja molt precària, patia al·lucinacions i era patològicament obsedit per la idea de la mort»
Aquesta casa que dius, al carrer de Ticià número 16, es veu que va ser el darrer habitatge del poeta a la nostra ciutat. La placa ho corrobora.
Aquest darrer comentari té problemes de format. Per favor, esborreu-lo, i ja el tornaré a posar...
Gràcies noies.
-¿Hay un colmado por aquí cerca? -pregunta Sedano a Gregoria-. Vaya usted por un poco de anís, de ron, de coñac... ¡Pero nada de botellas! Tráigalo usted a cajas.
La buena mujer, criada en la austeridad de la pobreza, no entiende el encargo. ¿Es que esa gente se propone despachar bebidas?, se pregunta.
En el colmado le llenan una garrafa de anís. ¡Nunca lo hubiera hecho! Por primera vez ve sulfurarse al señor.
-¿Qué porquería es esa? ¿De dónde ha sacado usted ese brebaje?
Los forasteros tienen paladar. Sólo les apetecen los licores de marca. Gregoria sube hasta el colmado Majó, de la calle de Craywinckel, donde a nombre de 'Ticiano 16', se inicia una opulenta cuenta que ¡ay!, jamás se verá cancelada.
En la casa ingresa dinero, pero no dura más allá de unos días. La administración es algo totalmente extraño a los inquilinos. Un mundo extravagante, compuesto de señores, de bohemios y de truhanes frecuentan la villa, comiendo y bebiendo sin tasa ni medida. Al día siguiente de las francachelas, Gregoria debe sacar sus modestos ahorros para ir a la compra, abriendo un crédito a sus señores.
Cierta vez, la deuda llega a las quinientas pesetas. A la prestadora, que se lamenta, intenta amansarla el secretario:
-Tenga un poco de paciencia. Hasta que venga la señora y ponga un poco de orden...
Los libros han entrado en la casa a baúles. Pero Rubén no los ojea ni por casualidad. Se pasa el día encerrado en su habitación, por cuya puerta entreabierta le observa Gregoria tendido en la cama, con el cigarro entre los labios y una botella en la mano. El día que se levanta, la habitación queda hecha una pocilga, con el suelo cubierto de ceniza, de salivazos y de licores derramados. Entonces Rubén se viste con unos pijamas fastuosos, bordados en oro sobre fondo verde, o bien listados de negro y rojo. Así sale al exterior, pisando con el pie desnudo la arena del jardín. Solitario, declama al cielo con voz tonante verso tras verso, o prorrumpe en guturales gritos...
El barrio está alborotado. La cisterna de un huerto limítrofe jamás se ha visto tan concurrida de vecinas que, espoleadas por la curiosidad, aplastan la cara contra la reja del jardín del poeta. Pero éste, indiferente a todos, sigue como si tal cosa librado a las orgías verbales.
Gregoria habita con los suyos un pabellón al otro extremo del jardincillo. El señor le hace el efecto del diablo, y no le faltan motivos, pues más de una vez, distraída en la tarea, ha sentido tras ella la jadeante respiración de Darío, casi en su cuerpo el contacto de una gruesa mano. El poeta, entre dos luces de la razón, sueña en princesas, si bien intenta realizar sus sueños a ras de fogones.
La llegada de la señora proporciona otro motivo de asombro a los vecinos. En vez del tipo llamativo que hacía presagiar la rareza del marido, se encuentran con una mujer humilde, apagada y triste. La turbulenta existencia amorosa de Rubén ha venido a remansar en una ternura casi maternal.
Canta a Francisca Sánchez, la exdoméstica madrileña elevada a esposa, con estos versos lúcidos:
«Sabes amar y sentir y admirar como rezar... y la ciencia del vivir y la virtud de esperar»
La «señora Quica» -como ella quiere ser llamada- trae consigo a un niño de corta edad, hijo suyo y del poeta. Los únicos reflejos de cariño que Gregoria descubrirá en la cara de éste, serán motivados por la presencia del pequeño. Ha llegado también una hermana de Francisca, algo más joven que ella. Los cuidadores de la casa simpatizan con los recién venidos. Adivinan la pena profunda y oculta, si bien, ciegos al resplandor del genio, no comprenden su amor conyugal, tan duramente puesto a prueba.
Cierta tarde en que el poeta ha bajado a la ciudad, Gregoria ve a la señora Quica llorando. Pero Francisca Sánchez no admite consuelos. Quiere cifrar su padecer en las solas cuitas materiales. -Todo se andará, Gregoria... -acaba diciendo. Y al cabo de un rato, la sirvienta parte con unas alhajas hacia la casa de empeños. Se aprende las señas, para otras muchas veces. Libros, prendas de vestir, toda suerte de objetos, irán tomando también poco a poco el camino del chamarilero.
«El señor ha venido aquí a ponerse bueno», manifestó en una ocasión la señora Quica al servicio. Pero Vallcarca, que para cualquier otro quizá sería un sedante, poco o nada puede influir en la naturaleza del enfermo voluntariamente confinado en sus insanas habitudes, impermeable a las gracias dimanantes del campo, del aire... Al contrario, Rubén empeora de día en día en su extraña dolencia. Con síntomas que llenan de pavor a la familia de Gregoria.
Un día, le ven meterse en la cocina e hincar el diente en el carbón vegetal. Otra vez, romper un botijo extremeño, intentando luego engullir sus restos... La cuñada procura mitigar la sensación que tales rarezas provocan.
-Tiene un estómago de hierro -dice-.
En Valldemosa, una vez, a falta de licor, se tomó dos litros de quina. Hasta que sube de nuevo un coche de caballos y carga con la extraña familia y su heterogéneo equipaje. La cura ha fracasado totalmente. Al poeta inquieto y errante, se alucinan ahora los paisajes calientes de su América natal. Cree que allí conocerá, al fin, la paz que su cuerpo y espíritu anhelan.
El coche empieza el prudente descenso de la calle de Ticiano. Darío se marcha tal cual vino: sumido en su abismo interior, sin una sola mirada para la primavera de Vallcarca, que, al cabo de un año, ha vuelto a estallar...